Carta del Prelado del Opus Dei (junio 2012)
mayo 16, 2012 9:49 pmMons. Javier Echevarría repasa en su carta las festividades litúrgicas del mes de junio. Sugiere que sean una ocasión para cortejar mucho a Jesús, para tratarle con más intensidad.
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hace pocos días hemos celebrado la solemnidad de Pentecostés. Nos hemos preparado para esa fiesta en estrecha unión con María, la Madre de Jesús[1], para que nuevamente el Espíritu Santo tomase posesión de nuestras almas. Luego, la liturgia nos ha introducido otra vez en el tiempo ordinario, que es como una imagen de nuestro peregrinar terreno. El Divino Paráclito, enviado por Jesucristo desde el seno del Padre, nos orienta decididamente hacia la meta que todos anhelamos: la vida eterna en Dios, participando de su bienaventuranza infinita. Nuestro Padre hablaba de que el Opus Dei, para sus fieles, es un trasunto de Cielo, y nos instaba a recorrer con fidelidad alegre —también en los momentos duros—, diariamente, este camino.
Para que no olvidemos, en medio de los avatares de la existencia, ese destino feliz que nos espera, la liturgia nos invita a celebrar y a contemplar, el próximo domingo, el misterio de la Santísima Trinidad: un único Dios en tres Personas, con cuya posesión y disfrute definitivos alcanzaremos el fin de nuestra existencia. Preparémonos lo mejor posible para esta solemnidad. San Josemaría, siguiendo una antigua costumbre de la Iglesia, aconsejó que durante tres días, en los Centros de la Obra, se rece el Trisagio Angélico, que nos impulsa a participar íntimamente en la oración de alabanza, acción de gracias y glorificación que los ángeles y las almas bienaventuradas dirigen incesantemente al Dios Uno y Trino. Los que pudimos rezarlo acompañando físicamente a nuestro Padre, percibíamos su gozo al alabar en las decenas a las tres Personas divinas.
Tibi laus, Tibi glória, Tibi gratiárum áctio in sæcula sempitérna, o Beáta Trínitas! Así volveremos a invocar a Dios durante este triduo, encauzando la plegaria al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo. A ti la alabanza, a ti la gloria, a ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad Beatísima! Y nos asociaremos al canto del Cielo, mientras repetimos: Sanctus, Sanctus, Sanctus Dóminus Deus exercítuum…; Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria.
Resulta muy significativo que, precisamente al recomenzar el tiempo litúrgico ordinario, la Iglesia nos invite a levantar el corazón, la voz y la mirada a la Santísima Trinidad. Éste debería ser el objetivo de todos los hombres y mujeres ya en la tierra, pues hemos sido creados para conocer y amar a Dios ahora y gozar luego de Él por la eternidad. Todas y todos debemos recordarlo también a quienes tratamos. En la homilía Hacia la santidad, san Josemaría trazó un itinerario para llegar a tan dichoso fin. Después de mostrar que la senda del caminar cristiano comienza por el trato confiado con la Virgen, que siempre conduce a Jesús, nos enseña a ir con Cristo en las diferentes circunstancias, hasta identificarnos con Él en la Cruz. El corazón necesita, entonces —escribió nuestro Fundador—, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales![2].
Todos podemos avanzar ya ahora por esa senda hacia la unión con Dios, como —repito— un anticipo de la unión definitiva del Cielo, poniendo sentido sobrenatural en las situaciones comunes, en lo extraordinario y en lo ordinario, con tal de que busquemos en todo al Señor. Refiriéndose a ese ir hacia la santidad, san Josemaría aclara: no me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14)[3].
El itinerario está perfectamente trazado: per crucem ad lucem! Si respondemos con lealtad a las mociones de la gracia, la unión con Jesucristo nos introduce en el seno de la Santísima Trinidad. Y esa gracia nos llega principalmente por los sacramentos, especialmente la Confesión y la Eucaristía. ¡Qué bondad la de Cristo al dejar a su Iglesia los Sacramentos! —Son remedio para cada necesidad.
—Venéralos y queda, al Señor y a su Iglesia, muy agradecido[4].
No dejemos de mostrar cotidianamente nuestra gratitud al Cielo, por disponer de esos medios para mejorar nuestro trato con Dios. Son huellas de la Encarnación del Verbo —así los calificaba san Josemaría[5]-, al tiempo que nos invitaba a poner nuestros pasos precisamente ahí.
Pensando en la proximidad del Corpus Christi, que celebraremos el jueves 7 de junio o el siguiente domingo, según las disposiciones litúrgicas de cada lugar, quisiera hablaros brevemente del Santísimo Sacramento del Altar, compendio de todos los auxilios divinos, y que es como el viático de nuestra peregrinación terrena. Lo expresa la liturgia en la secuencia de la Misa: Ecce panis angelórum, / factus cibus viatórum: / vere panis filiórum, / non mitténdus cánibus[6]: éste es el pan de los ángeles que se ha hecho alimento de los que caminan; verdadero pan de los hijos, no hay que tirarlo a los perros. Se ha quedado en el Sagrario, después de la celebración de la Misa. Jesús, en la Eucaristía, es prenda segura de su presencia en nuestras almas; de su poder, que sostiene el mundo; de sus promesas de salvación, que ayudarán a que la familia humana, cuando llegue el fin de los tiempos, habite perpetuamente en la casa del Cielo, en torno a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo: Trinidad Beatísima, Dios Único. Es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del vino[7].
Procuremos rondar, cortejar mucho a Jesús en las próximas jornadas. Asistamos a las exposiciones del Santísimo, a la procesión del Corpus, o a otras manifestaciones de piedad eucarística en las que personalmente participemos, con el deseo de alabar a Jesús en la Sagrada Hostia y darle gracias, con afán de reparar los pecados con que le hemos ofendido y de desagraviarle por las ofensas que recibe en el Santísimo Sacramento. Acerquémonos a Él llenos de confianza sobre todo en la fiesta del Sagrado Corazón, el día 15 de junio, metiéndonos en ese corazón, abierto por una lanza en la Cruz, para manifestar la inmensidad de su amor por cada uno de nosotros. Y acudamos lógicamente al Corazón dulcísimo de María, camino seguro: iter para tutum!
Todo el mes de junio está lleno de fechas significativas, también para la historia del Opus Dei: la ordenación de los primeros sacerdotes, el 25 de junio de 1944; la llegada de nuestro Padre a Roma, el 23 de junio de 1946; la aprobación definitiva del espíritu y normas de la Obra por la Santa Sede, el 16 de junio de 1950. Y, de modo especial, el tránsito de san Josemaría al Cielo, el 26 de junio de 1975. Os puedo asegurar que nuestro Fundador, hasta en su última jornada en el mundo, quiso y supo hacer la genuflexión ante el Sagrario con muy particular devoción. Aquel 26 de junio no podía con su cuerpo y, a pesar de todo, se rindió en completa adoración a la Sagrada Eucaristía, al regresar de Castelgandolfo. ¿Procedemos nosotros así? ¿Somos conscientes de estar adorando a Dios en esos momentos? ¿Sentimos la necesidad de saludar al Santísimo Sacramento al entrar y salir de la iglesia o del oratorio donde se halla reservado?
Al celebrar la fiesta litúrgica de san Josemaría, supliquemos por su intercesión un gran aumento de los deseos de santidad y de apostolado en todos los fieles —sacerdotes y laicos— de la Obra, y también en los amigos y Cooperadores que se benefician de su espíritu. Pidamos por la expansión de la labor apostólica en tantos lugares donde nos esperan. Para eso, roguemos al Señor que conceda a muchos hombres y a muchas mujeres la gracia de responder con generosidad a la llamada que les dirige para seguirle de cerca, abriendo los caminos divinos de la tierra.
Me da alegría comentaros que he vuelto muy contento de mi reciente viaje pastoral a Bratislava: he tocado con la mano el desarrollo de la labor apostólica de la Obra en esos queridos países de Eslovaquia y de la República Checa: he estado muy unido a todas y a todos.
En nuestras peticiones ocupa siempre un puesto de relieve la oración por el Romano Pontífice y sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, la plegaria por los Pastores: Obispos y sacerdotes del mundo entero. La solemnidad de los santos Pedro y Pablo, el día 29, nos ayudará a tener más presentes estas intenciones. Deseaba nuestro Padre que no dejásemos solo al Sucesor de Pedro: ojalá note nuestra ayuda.
Antes de terminar, deseo dirigiros unas palabras a propósito de mi cumpleaños, el próximo 14 de junio. En primer lugar os ruego que recéis por mí: ¡lo necesito!
Desde hace meses, acuden a mi mente recuerdos de san Josemaría cuando iba a celebrar sus setenta años. Nuestro Padre pidió entonces la gracia de ser alma de oración, aunque estaba tan metido en Dios que su diálogo con el Señor era prácticamente ininterrumpido. Así lo afirmó expresamente el 8 de enero de 1972, celebrando la Santa Misa para un pequeño grupo de hijas suyas. Éste es el propósito mío en la víspera del cumplimiento de mis siete años: ser alma de oración, de una oración que no se interrumpa; estar con los brazos alzados, como a la hora de recitar las oraciones de la Misa. Y éste quiero que sea el propósito que hagáis vosotras: así tendréis buen humor, así estaréis contentas, así seréis eficaces[8].
En otros momentos, con palabras distintas, solicitaba la misma gracia del Señor. Recuerdo concretamente el brindis que hizo al comenzar un año nuevo, pocas fechas antes de su cumpleaños, rodeado por sus hijos del Consejo General. Nos dijo: para todos la alegría, para mí la compunción[9]. Por eso os pido que en ese aniversario, y todos los días, no olvidéis a este Padre vuestro, para que sea hombre de contrición, de arrepentimiento, y sepa afinar en lo que el Señor me pida a lo largo de cada día. Y como la compunción y la alegría son fruto de la acción del Espíritu Santo, suplicad que me vuelva alma de oración, dócil a las inspiraciones del Paráclito, y que las ponga por obra. Yo deseo lo mismo para vosotros, para cada una y cada uno: que seamos rezadores, hombres y mujeres que aman la mortificación y la penitencia, servidores de los demás, personas que se ocupan constantemente del apostolado. Y todo esto en las circunstancias ordinarias y en las extraordinarias, si alguna vez se presentan.
Recuerdo también cómo se preparó el queridísimo don Álvaro para su ochenta cumpleaños. Conservo bien grabados en mi corazón los acentos de gratitud, de contrición y de petición de ayuda que hilvanó en la homilía de la Misa de aquel aniversario. Eran palabras que estaban en su boca siempre que se cumplía alguna efemérides especial: gracias, perdón, ayúdame más. Procuro repetirlas con frecuencia, y os sugiero que las hagáis vuestras, si queréis, pues os darán una gran paz y serenidad.
Hace dos meses, al cumplir 85 años, Benedicto XVI pronunció unas palabras que deseo compartir. Decía el Santo Padre: me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que Él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el “sí” de Dios a través de su fe[10].
Os pido de nuevo, por amor de Dios, que sigáis apoyándome con vuestras oraciones, recordando lo que tantas veces comentó san Josemaría sobre la necesidad que tenemos los unos de los otros. Yo espero, hijos míos —y nos lo aplicamos cada uno personalmente—, que vosotros, donde estéis, unáis; donde trabajéis, unáis; donde descanséis, unáis. Supliquemos al Espíritu Santo que se fortalezca siempre esta unidad con nuestra oración y nuestros sacrificios, con el trabajo y el descanso, con nuestra vida corriente, en la salud y en la enfermedad: en todo momento, semper in lætítia! Espero que, para el 14 de junio, me ayudéis a presentarme delante del Señor diciendo: aquí te ofrezco la oración de mis hijas y de mis hijos, y la de tantas otras personas.
Vuelvo al 26 de junio, para insistir en lo que perennemente salía de labios de nuestro Padre: que os queráis, que os queráis mucho. No hacía más que recordarnos el mandátum novum[11] que tan solícitamente transmitió Jesucristo a los suyos, a todas y a todos nosotros.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de junio de 2012.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 306.
[4] San Josemaría, Camino, n. 521.
[5] San Josemaría, Conversaciones, n. 115.
[6] Misal Romano, Solemnidad del Corpus Christi, Secuencia Lauda, Sion.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 153.
[8] San Josemaría, Notas de una homilía, 8-I-1972.
[9] San Josemaría, Palabras al comienzo del año, 1-I-1974.
[10] Benedicto XVI, Homilía en la Misa con ocasión de su 85º cumpleaños, 16-IV-2012.
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