Protagonistas de nuestra vida
mayo 4, 2015 10:57 am«Les pido que sean constructores del futuro, que se metan en el trabajo por un mundo mejor. Queridos jóvenes, por favor, no balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no se quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse en ella como hizo Jesús»[1]. Ante estas palabras del Papa Francisco a los jóvenes, surgen inmediatamente algunas preguntas, que el mismo Romano Pontífice formulaba enseguida: «¿Por dónde empezamos? ¿A quién le pedimos que empiece esto? Por vos y por mí. Cada uno, en silencio otra vez, pregúntese si tengo que empezar por mí, por dónde empiezo. Cada uno abra su corazón para que Jesús le diga por dónde empiezo»[2]. Para ser protagonistas de los acontecimientos del mundo es indispensable comenzar por ser protagonistas de nuestra propia vida.
Libres y condicionados
Este protagonismo implica reconocer que si bien las circunstancias familiares o sociales influyen en nuestro carácter, no lo determinan de un modo absoluto. Lo mismo cabe decir de los instintos más elementales que provienen de la constitución corporal, y también de la herencia genética: marcan algunas tendencias, pero que se pueden moldear y orientar con el ejercicio de una voluntad que sigue a la razón bien formada.
Nuestra personalidad se forja en la medida en que libremente tomamos decisiones, ya que las acciones humanas no se dirigen únicamente a cambiar nuestro entorno, sino que también influyen en nuestro modo de ser. Aunque a veces suceda de una manera no muy consciente, la repetición de actos hace que adquiramos ciertas costumbres o adoptemos una postura ante la realidad. Por eso, cuando explicamos el por qué de nuestras reacciones espontáneas, más que decir “es que soy así”, muchas veces tendríamos que admitir: “me he hecho así”.
Tenemos condicionamientos que muchas veces son difíciles de controlar, como la calidad de las relaciones familiares, el entorno social en el que se crece, una enfermedad que nos limita en cualquier sentido, etc. Frecuentemente, no es posible ignorarlos o remediarlos, pero sí cabe cambiar la actitud con la que se enfrentan, sobre todo si somos conscientes de que nada escapa de los cuidados providentes de Dios: Es necesario repetir una y otra vez que Jesús no se dirigió a un grupo de privilegiados, sino que vino a revelarnos el amor universal de Dios. Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor[3]. En cualquier circunstancia, incluso con grandes limitaciones, podemos dar a Dios y al prójimo obras de amor, por más pequeñas que parezcan: ¡quién sabe cuánto vale una sonrisa en medio de la tribulación, el ofrecimiento al Señor del dolor en unión a la Cruz, la aceptación paciente de las contrariedades! Nada puede superar a un amor sin límites, más fuerte que el dolor, que la soledad, que el abandono, que la traición, que la calumnia, que el sufrimiento físico y moral, que la propia muerte.
Artífices de la propia vida
Descubrir los talentos personales -virtudes, capacidades, competencias-, agradecerlos y sacarles el partido posible es tarea de nuestra libertad. Pero hemos de recordar que lo que más estructura la personalidad cristiana son los dones de Dios, que inciden en lo más íntimo de nuestro ser. Entre estos se encuentra, de modo eminente, el regalo inmenso de la filiación divina, recibido con el Bautismo. Gracias a esta, el Padre ve en nosotros la imagen -si bien imperfecta, pues somos creaturas limitadas- de Jesucristo, que se hace cada vez más clara con el sacramento de la Confirmación, el perdón transformador de la Penitencia y, especialmente, la comunión con su Cuerpo y su Sangre.
Partiendo de estos dones recibidos de la mano de Dios, cada persona, lo quiera o no, es autor de su existencia. En palabras de san Juan Pablo II, «a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra»[4]. Somos dueños de nuestros actos -el Señor desde el principio, creó al hombre y le dejó en manos de su propio albedrío[5]-; somos nosotros, si queremos, los que llevamos las riendas de nuestras vidas en medio de las tormentas y dificultades.
¡Somos libres! Este descubrimiento se experimenta con algo de incertidumbre: ¿dónde llevaré mi vida?; pero sobre todo con gozo: Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego[6]. En esta aventura no estamos solos: contamos, en primer lugar, con la ayuda del mismo Dios, que nos propone una misión, y también con la colaboración de los demás: familiares, amigos, incluso personas que coinciden casualmente con nosotros en algún momento de la existencia. El protagonismo en la propia vida no implica negar que para muchos aspectos somos dependientes, y si consideramos que esta dependencia es recíproca, entonces también cabría decir que somos interdependientes. La libertad, por lo tanto, no se basta a sí misma: quedaría vacía si no la empleamos para comprometemos en cosas grandes, magnánimas. Como veremos, la libertad es para la entrega o, dicho de otro modo, solo cabe una libertad entregada.
Un camino para recorrer
San Josemaría solía recordar un cartel que encontró en Burjasot (Valencia), poco tiempo después del fin de la guerra civil española, con una frase que no pocas veces citó en su predicación: “Cada caminante siga su camino”. Cada alma vive su propia vocación de un modo personal, con sus propios acentos: Se puede andar por la derecha, por la izquierda, en zig-zag, caminando con los pies, a caballo. Hay cien mil maneras de ir por el camino divino[7]. Cada persona es el actor principal de su historia de santidad, cada una tiene su sello distintivo, en la configuración de cualquier faceta de su existencia y de su personalidad, evitando el mero “dejarse llevar” por los sucesos.
Libremente —como hijos, insisto, no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios[8]. Esta soltura -soberanía humana- va de la mano de la responsabilidad, del saber que somos “hechura de Dios”: un sueño divino que se hace realidad en la medida en que experimentamos el amor sin condiciones, que pide nuestra respuesta. El amor de Dios afirma nuestra libertad, y la eleva a cotas insospechadas con su gracia.
Caminar acompañados
Dentro de los planes divinos, la vida está hecha para compartirse: el Señor cuenta con la ayuda mutua que se prestan los seres humanos. Lo constatamos, de hecho, cada día: tantas veces ni siquiera somos capaces de cubrir las necesidades más básicas y perentorias de manera individual. Nadie puede ser completamente autónomo. En un nivel más profundo, cada persona nota esa necesidad de abrirse a alguien más, de compartir la existencia, de dar y recibir amor. «Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal»[9].
Esta natural apertura hacia los demás llega a su máxima expresión en los planes redentores del Señor. Cuando recitamos el Símbolo de los Apóstoles, confesamos que creemos en la comunión de los santos, comunión que es la entraña de la Iglesia. Por eso, en la vida espiritual, también es indispensable aprender a contar con la ayuda de los demás, que están implicados de un modo u otro en nuestra relación con Dios: recibimos la fe a través de la enseñanza de nuestros padres y catequistas; participamos de los sacramentos que celebra un ministro de la Iglesia; acudimos al consejo espiritual de otro hermano en la fe, que también reza por nosotros; etc.
Saber que caminamos acompañados en la vida cristiana nos llena de alegría y tranquilidad, sin que disminuya nuestro propio empeño por alcanzar la santidad. Aunque muchas veces nos dejemos llevar de la mano, nuestro papel no se limita a eso. San Josemaría, al referirse a la vida espiritual, manifestaba que el consejo no elimina la responsabilidad personal. Y concluía: la dirección espiritual debe tender a formar personas de criterio[10]. Por esto, no queremos que nos suplan en las resoluciones que tomamos, ni dejar de poner esfuerzo en las tareas que hemos hecho propias.
Al mismo tiempo que reconocemos la ayuda indispensable de los demás, hemos de ser conscientes de que, en la vida espiritual es el Señor quien actúa a través de ellos para transmitirnos su luz y fuerza. Esto nos da seguridad para continuar caminando hacia la santidad cuando, por un motivo u otro, faltan aquellas personas que jugaban un papel importante en nuestra vida cristiana. En este sentido, también gozamos de una profunda libertad de espíritu en relación a las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes queremos a través del corazón de Cristo, y cuyo apoyo agradecemos profundamente.
Libres para amar sin condiciones
Los cristianos sabemos que la plenitud personal llega como fruto de la libre y total disponibilidad a los deseos del Amor de un Dios Creador, Redentor y Santificador. Los dones que hemos recibido alcanzan su máximo rendimiento al abrirnos a la gracia de Dios, como confirma la experiencia de tantos santos y santas. Al dejar que el Señor se metiera en sus vidas, supieron ponerse amorosamente a su servicio, como Santa María que, en el momento de la Anunciación pronuncia la respuesta firme: fiat! —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios[11].
Cuando una persona se decide por Dios, empeña sus sueños y energías en lo que más vale la pena. Se da cuenta del sentido último de la libertad, que no está simplemente en poder elegir una cosa u otra, sino en poder disponer de la vida para algo grande, aceptando compromisos definitivos. Dedicar las propias cualidades a seguir a Cristo, aunque a veces implique rechazar otras opciones, trae la felicidad, el ciento por uno[12] en la tierra y la vida eterna[13]. Refleja también un alto grado de madurez interior, pues solo quien tiene una personalidad con convicciones es capaz de comprometerse de una manera total: Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios[14].
Abandonar pasado, presente y futuro en el Señor
El alma que opta por Dios se mueve con una paz interior que supera cualquier tribulación. Sé en quién he creído[15]: son palabras que expresan la confianza de san Pablo en medio de las dificultades por ser fiel a su vocación de apóstol de las gentes. Quien pone al Señor por fundamento, goza de una seguridad inquebrantable, y esto le permite donarse también a los demás: viviendo el celibato por motivos apostólicos o en el matrimonio o en tantos otros caminos que puede tomar la existencia cristiana. Es una entrega que abarca presente, pasado y futuro, como rezaba san Josemaría: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno[16].
Nadie puede cambiar el pasado. Sin embargo, el Señor toma la historia de cada uno, perdona en el sacramento de la Reconciliación los pecados que puedan haber existido y reintegra armoniosamente esos sucesos en la vida de sus hijos. Todo es para bien[17]: incluso los errores que hemos cometido, si sabemos acudir a la misericordia divina y, con la gracia de Dios, procuramos vivir en el presente más pendientes de Él. Así se está también en condiciones de ver confiadamente el futuro, pues sabemos que está en manos de un Padre que nos quiere: ¡quien está en las manos de Dios, cae y se levanta siempre en las manos de Dios!
Decidirse por Dios es aceptar su invitación a que escribamos nuestra biografía con Él. Reconociendo humildemente la libertad como un don, la empleamos en cumplir, en compañía de tantas otras personas, la misión que el Señor nos confía.Y experimentamos con gozo que sus planes superan nuestras previsiones, como decía san Josemaría a un chico joven: ¡Déjate llevar por la gracia! ¡Deja a tu corazón que vuele! (…). Hazte tu pequeña novela: una novela de sacrificios y de heroísmos. Con la gracia de Dios, te quedarás corto.[18].
J.R. García-Morato
[1] Francisco, Discurso, 27-VII-2013.
[2] Ibidem.
[3] Es Cristo que pasa, n. 110.
[4] San Juan Pablo II, Carta a los artistas, 4-IV-1999, n. 2.
[5] Sir 15,14.
[6] San Josemaría, “Las riquezas de la fe”. Artículo publicado en ABC, 2-XI-1969.
[7] San Josemaría, Carta 2-II-1945, n. 19.
[8] Amigos de Dios, n. 35.
[9] Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 48.
[10] Conversaciones, n. 93.
[11] Amigos de Dios, n. 25.
[12] Mt 19,29.
[13] Ibidem.
[14] Amigos de Dios, n. 35.
[15] 2 Tim 1,12.
[16] Vía Crucis, VII, n. 3.
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